martes, 3 de julio de 2012

CAPÍTULO 18.3 EL ESTADO COMO LUGAR DE LA POLÍTICA





Las reflexiones de Gramsci en Americanismo y fordismo se sitúan, de hecho, en un periodo en el que maduran las tesis “planistas” y “corporativistas” de un socialista como Henri de Mann  cuando se afirman en la Europa occidental las teorías de la “racionalización” como instrumento del socialismo (109). Era en agosto de 1931 cuando se desarrolló en Amsterdam el Congreso de la International Relations Institute sobre el significativo tema de la planificación económica internacional (World Economic Planning). Fue un evento que vio reunidos a los exponentes de la Taylor Society, del Planning social-progresista, dirigentes socialistas y socialdemócratas de varios países (entre ellos De Man y Albert Thomas),  dirigentes sindicales y una delegación del gobierno soviético y del Gosplán. En aquel contexto se afirmaron, en el movimiento socialista y comunista, una concepción del primado de la política que se desprende de su identificación con el gobierno del Estado y por la lucha de la conquista del Estado; una concepción prometeica del Estado como lugar de la política y de la posible organización de la sociedad civil; una concepción de la política que la separa de la transformación de la economía y se enroca en la esfera de la circulación y la distribución de los recursos; una concepción totalizante del partido como “máquina de guerra” para la conquista del Estado; y, en fin, una concepción organicista de la sociedad plasmada en un Estado que estaba en condiciones de garantizar la paz “corporativa” entre las clases bajo el impulso de la “racionalización”. Henri De Man, con candor y desprejuiciadamente, pudo afirmar en 1934 (mucho antes de su posterior y significativa adhesión a la deriva fascista) que “No es a través de la revolución como se puede llegar al poder, sino mediante el poder de la revolución” (111). 

En la Rusia soviética, a la que Gramsci miraba en los años de cárcel, esta carrera al “socialismo de Estado” y la transformación del taylorismo en férrea ley del gobierno en los centros de trabajo, alcanzó sus resultados más paroxísticos muy rápidamente. Y, paradójicamente, mientras el New Deal de Roosvelt  --con la promoción de una concertación neocorporativa y su legislación de apoyo a los sindicatos, extenuados por la gran crisis--  dio un nuevo impulso al sindicalismo industrial y a una práctica reivindicativa de control de las condiciones de trabajo en las grandes fábricas, incluso poniendo algunos vínculos (las work rules) al gobierno unilateral y despótico de la racionalización taylorista.

Ya, en 1919, se consumía en la Rusia soviética la breve época de los consejos de fábrica. Y, en 1920, con la definitiva derrota de la Oposición Obrera, se quita a los sindicatos toda autonomía y función de control de las condiciones de trabajo. Mientras tanto será sancionado, para “todo un periodo histórico”, el papel dictatorial del director único de empresa que estaba investido de todos los poderes para aplicar las directivas del Estado y de su “partido”. Y se constituirá, a marchas forzadas, la osamenta de la nueva burocracia, destinada a gestionar la racionalización taylorista en las fábricas y en la administración pública. Son muy conocidos los escritos y los discursos de Lenin de aquel periodo, por lo tanto no haremos su exégesis. Basta subrayar la ligazón orgánica que ya existía entre la nueva concepción leninista del Estado --como “terreno neutro”, que puede ser ocupado por el partido de vanguardia, cambiando así de signo las finalidades “distributivas” del capitalismo de Estado— y la asunción de la racionalización taylorista como “ciencia neutra” de la organización del trabajo y de la economía, temperada (si lo podemos llamar de esa manera) por una reducción del tiempo destinado al trabajo parcelado, con la búsqueda fuera del trabajo  de un espacio de libertad que Lenin vislumbraba en “el trabajo para la administración del Estado” (112). En 1935 la construcción del mito estajanovista  sancionará esta férrea superposición entre la exaltación de la racionalización taylorista y la “política en el puesto de mando”, del partido y del “Estado”.

De esa manera se efectuó una auténtica y real inversión de los valores que estaban en la base de las primeras ideologías socialistas y del marxismo. El medio, la propiedad pública de los medios de producción, identificándose con la ocupación del Estado, deviene un fin “autosuficiente”. El fin, el gobierno de las condiciones de trabajo y de la creatividad de los hombres, por parte de los mismos hombres, deviene el medio, en las formas “invertidas” de la expropiación de todo control del trabajo, de la fragmentación y descualificación del trabajo, de la competencia entre los trabajadores en la intensificación de la prestación laboral.  

Este vuelco de los valores producirá, andando el tiempo, unos efectos aberrantes en el campo de la sociología, la psicología y la psiquiatría. Es interesante recordar que, en la ideología americana de la segunda mitad de los años treinta, se dibuja una auténtica transmutación del estudio de la alienación (marxiana) y de la “anomia” (de Émile Durkeim) en un estudio de las desviaciones, una vez asumido como ”objetivo y socialmente necesario” el proceso de racionalización de la organización del trabajo y de los comportamientos humanos. El parámetro que permite analizar la “alienación” y la “anomia” se convierte, en este punto, no ya en la “pérdida del gobierno sobre el trabajo” sino en una contradicción en la “ética del triunfo”; o sea, una discrepancia entre las metas esperadas y las oportunidades efectivamente realizadas (113). Dicha involución conservadora y apologética de la llamada sociología “objetiva” encontró puntualmente su correspondencia en las nuevas orientaciones de la sociología, la psicología y la psiquiatría represivas de la Unión Soviética cuando la “alienación” fue concebida como desviación patológica de los comportamientos inducidos por la “cultura” política dominante, y como reacción “agresiva” en contra de un ordenamiento “racional y necesariamente compartible”, en términos de frustración morbosa ante los éxitos ajenos, de envidia desmesurada y de ambición paranoica.

Pero sería reduccionista y erróneo achacar genéricamente al leninismo  la quiebra de los valores que se perfilan, desde el inicio del siglo XX, en las ideologías del movimiento socialista y se instalan en la teorización lassalliana del “socialismo de Estado” y en la identificación de la política con la conquista del gobierno del Estado. Es una concepción orientada a sobrevivir tras la caída de las ideologías estatalistas de la socialización; el recurrente redescubrimiento de la “autonomía de lo político”  es una buena prueba de ello.

Muchos dirigentes del partido bolchevique y de la socialdemocracia occidental se situaban, “autónomamente”, en las mismas posiciones de Lenin. Es Trotsky  quien escribe, sin paráfrasis, en 1920: “El obrero no hace mercantilismo con el gobierno soviético, está subordinado al Estado, le está sometido en todos los aspectos por el hecho de que es su Estado” (114). Y respondiendo con tonos despreciativos a las tesis de  la Oposición Obrera --que defendía la necesidad de una “dirección colegiada” de las empresas, sin afrontar verdaderamente la ligazón de una cooperación conflictual  en la reglamentación de la organización del trabajo y se oponía a la figura del “director único”— dirá: “La decisión de poner un director a la cabeza de la fábrica, en vez de un comité obrero, no tiene relevancia política. Puede ser justa o errónea solamente desde el punto de vista de la técnica administrativa […] El más grave de los errores sería confundir la cuestión de la autoridad del proletariado con la de los comités obreros que gestionan las fábricas. La dictadura del proletariado se expresa a través de la abolición de la propiedad privada de los medios de producción mediante el dominio –en todo el mecanismo soviético--  de la voluntad colectiva de las masas y no mediante la forma de dirección de cada empresa”. Trotsky, así las cosas, tiene cuidado a la hora de precisar en el mismo texto, que “la voluntad colectiva de las masas” se expresa a través del partido instalado en el Estado: “En esta substitución del poder del partido en el poder de la clase obrera no hay nada de casual e, incluso en el fondo, no existe substitución alguna. Los comunistas expresan  los intereses fundamentales de la clase obrera. Y es del todo natural que en una época, donde la historia pone en el orden del día la discusión de estos intereses en todo su alcance, los comunistas sean los representes declarados de la clase obrera en su totalidad (115).   

Es en ese contexto  de radical repensamiento del papel del Estado en la transformación de la sociedad que impregna a todos los movimientos socialistas donde se sitúa la figura solitaria de Gramsci sobre el “americanismo”, el papel de los Estados en las sociedades industriales y la función del “partido” como “Príncipe” moderno. El límite de fondo que señala el enfoque de Gramsci en el análisis de las transformaciones que nacen en la sociedad civil (los consejos) y su impacto en la “revolución fordista” parecen derivar del rol determinante que le asigna progresivamente al momento de la mediación / legitimación del Estado, entendida como condición para asegurar un cambio de las relaciones sociales a través del cambio de la “titularidad” de la propiedad de los medios de producción. De ese modo emerge una lacerante contradicción entre el papel de “motor” que Gramsci, en varias ocasiones, asigna a las transformaciones de la sociedad civil, a su privilegiada atención a los movimientos (excepto a las nuevas reivindicaciones) que maduran en los centros de producción (ni siquiera el fordismo y el taylorismo son una revolución “desde arriba”), aunque hayan permeabilizado  a la organización de los Estados) y la necesidad de legitimación del Estado que Gramsci manifiesta cuando afronta el tema de la modificación de las relaciones de poder entre las clases. Una legitimación del Estado que explica, ya en el periodo ordinovista, la naturaleza “pública”, sólo estatal, que Gramsci intenta atribuir a los consejos como alternativa a la naturaleza “privada” de los sindicatos y, en primer lugar, al partido mismo. Una necesidad de legitimación pública, estatal, cuando en un segundo momento Gramsci advierte la exigencia de justificar el papel dirigente y dominante -–en todo caso, “hegemónico”--  del moderno “Príncipe”, el partido (un solo partido) en la competición con otras formas de asociación del movimiento obrero.

Esta contradicción estaba ya presente, nos parece, en la “revolución contra el capital”, en la “política generadora de teoría”, en el “leninismo como ciencia política”. O sea, en la asunción de la ruptura voluntarista de las “relaciones de legitimación para gobernar” en la fábrica o en el Estado, como una salida de la “crisis del marxismo” y de la perspectiva fracasada de una  “convulsión desde abajo”,  que surgiera del empobrecimiento creciente de las masas trabajadoras. Y está presente en la convicción de que el impulso por la transformación de la sociedad civil sólo podía nacer de los centros de producción (y expresarse con formas y estructuras autónomas) y en la simultánea afirmación de un nuevo sujeto que pudiera sustituir, en la gestión del poder, a la viejas élites, ya privadas de un rol positivo.  Asumiendo, al menos durante una larga fase de “transición”, la inmutabilidad de la sociedad civil y sus formas de organización. Así como los “consejos” de fábrica podían y debían sustituir al emprendedor-propietario –“absentista” o “parasitario”— en la función de   dirigir  las fábrica y organizar las fuerzas productivas. Que habría podido mantenerse inmutable, ya fuera porque contenía en sí los gérmenes de la organización productiva del futuro o porque si la clase obrera podía aspirar a la legitimidad estatal del gobierno, en todo caso no tenía –al menos todavía--  una cultura de la transformación.

Es esta la contradicción de fondo que le lleva a Gramsci a forzar al extremo –incluso con respecto a Lenin--  los progresivos contenidos de la revolución pasiva que el taylorismo y el fordismo debían injertar “necesariamente”  en las sociedades modernas y, acentuar, en consecuencia, la función “sustitutiva” más que las transformaciones de una conquista del poder en la fábrica y en el Estado. Lo que supondrá una especie de camisa de fuerza las geniales intuiciones gramscianas sobre el papel de la burocracia, sobre la creciente complejidad del Estado y sus articulaciones en la sociedad civil (las fortificaciones y las trincheras a conquistar en la guerra de posiciones) y sobre el papel decisivo que espera, siempre en última instancia, a las transformaciones en el cuerpo vivo de la sociedad civil.

De hecho, era difícil para Gramsci –aislado en su sufrida búsqueda de aquellos años de la cárcel--  substraerse radicalmente del cuadro dominante de la cultura marxista y post marxista, que a finales del XIX acabó por asumir el momento de la conquista simultánea de todo el Estado; o del acceso al gobierno de este Estado “total” como el inicio posible de una política capaz de ser factor de transformación de lo existente. Sobre todo si esta transformación estaba explícitamente asociada a un proceso de redistribución de los recursos y títulos de propiedad, entendidos como sanción jurídico-estatal de la disponibilidad de aquellos recursos. 

Aquí nos encontramos más allá del conflicto entre reforma y revolución que laceró al movimiento socialista de la primera posguerra. La asunción de la mediación del Estado, como condición inicial de cualquier proceso de transformación; del Estado como lugar de la política; del primado del partido, que sólo podía actuar en la esfera del Estado respecto a las organizaciones “sociales” de los trabajadores se convirtió, de hecho, en “sentido común” de las culturas dominantes en el movimiento socialista desde el inicio del siglo XX.


Notas


(109) Jules Moch. Socialisme et rasionalisation.

(110) Ibidem

(111) Henri de Man. Le socialisme devant la crise.

(112) V.I. Lenin. Tareas inmediatas del poder soviético.

(113) John Horton. La disumanizzazione dell´anomia e dell´alienazione.

(114) L. Tortsky. Terrorismo y comunismo. Citado por Castoriadis en obra ya referenciada.

(115) Ver Castoriadis en obra ya citada.

                 


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