lunes, 11 de junio de 2012

CAPÍTULO 9. LA POLÍTICA SIN CALIDAD






           Al final de la parábola que va del “salario político” al neocorporativismo (que sirve aquí como ejemplo, aunque extremo y quizá caricaturesco, de una auténtica crisis de la izquierda italiana) podemos interrogarnos sobre las responsabilidades más profundas y duraderas de tal aventura, de su ajuste de cuentas con esta sociedad y la intervención política concreta de las capas dominantes de este país.

Esas responsabilidades no consisten solamente en las singulares experiencias políticas y sindicales que este tipo de ideología acabó legitimando: los acuerdos centralizados sobre el salario; la creciente corporativización del conflicto social; y el desgaste de la experiencia más original del movimiento sindical italiano, por ejemplo, en lo referente a la negociación sistemática de las condiciones y las reglas en el interior de las empresas y, a veces, en el territorio. Ciertamente, el coste social de dichas experiencias fue altísimo. Tal vez no era inevitable; o evitable sólo en parte, de un lado, dadas las profundas modificaciones que desplazaron las relaciones de fuerza entre los trabajadores y sus organizaciones; de otro lado, el sistema de las empresas, en aquellos años duros de la crisis económica, con un nuevo desempleo y de ofensiva neoliberal. Pero la historia siguió adelante. Y no nos llevará a las soluciones del pasado.

El acuerdo de 1993, que por primera vez se sometió a referéndum entre los trabajadores, acabó restaurando la práctica de la negociación colectiva en los centros de trabajo (incluso sobre condiciones de trabajo y empleo) que el acuerdo estipulado un año antes con el gobierno Amato había demorado explícitamente. En 1993, por primera vez en la historia de este país, se codificó un sistema electivo de representación sindical unitaria en los centros de trabajo, que naturalmente era mejorable, pero que sigue operativo en todos los sectores del trabajo dependiente. Y, tras la eliminación de la escala móvil, se consiguió la recuperación del salario real en el curso de la negociación colectiva en todos los sectores. La cosa quedó abierta en un escenario diferente al de los viejos pactos neocorporativos. El sindicato volvió a basarse, aunque con inmensas dificultades y divisiones, en los temas de la política industrial, el empleo, las reformas del mercado de trabajo y del  Estado de bienestar, en la enseñanza y la formación, en las “reglas del trabajo” y en una política salarial y normativa funcional a la liberación de elementos de autonomía de la prestación del trabajo. La constante distracción de la izquierda ante estas novedades no eliminó su importancia.   

No, las responsabilidades de la práctica progresiva de la “autonomía de lo político” fueron sobre todo otras, y se refieren a la política y a sus contenidos: a su capacidad de ser factor de identidad de una orientación política y social, pero no un factor de homogeneización de una “clase política” o de una burocracia de Estado. Sobre todo, en la izquierda italiana parecía abrirse camino, insensiblemente, una política “sin adjetivos y sin calidad” dada su progresiva pérdida de referencias y de un análisis crítico de la sociedad civil y del conflicto social en sus específicas –y, a veces, contradictorias— manifestaciones y articulaciones y en sus incesantes transformaciones. Este proceso de “separación” estuvo siempre presente y se manifestó de manera recurrente en la segunda posguerra. Y sufrió una fuerte aceleración en Italia con las primeras grandes crisis económicas y sociales de los años setenta. Dicho proceso puso fin en todo el mundo industrializado al “golden age” del que habla Eric Hobsbawm y al controvertido milagro italiano (68). Solamente,  y tal vez en la Gran Bretaña, podemos observar un fenómeno similar, tras la histórica  derrota de los laboristas y el triunfo del thatcherismo, en amplios estratos de la clase trabajadora.

En la formación de las estrategias reformadoras de la izquierda durante la famosa fase de transición al socialismo se ha ido perdiendo la pasión por la transformación del presente que se desprende de una atenta lectura de las implicaciones potencialmente existentes en algunos contenidos específicos de las luchas sociales o de las transformaciones de la sociedad civil que también estaban presentes en la primera tradición socialista y marxista. (Piénsese en la observación de Marx sobre el alcance político de algunas reivindicaciones sociales como, por ejemplo, la reducción de la jornada laboral; o de algunas transformaciones de las incipientes organizaciones industriales que desplazaban a la manufactura, tales como la creciente movilidad del trabajo y la tendencia a la recomposición de profesiones complejas para muchos trabajadores, aunque a través de procesos sociales dramáticos; o del papel emancipador que, por primera vez, podía asumir la formación profesional). Sin embargo, empezó a faltar la atención a los mensajes políticos que venían de unas luchas sociales concretas y de sus objetivos específicos. Y con ello, la preocupación por construir, junto a los protagonistas de estas luchas, soluciones políticas e institucionales que transformaran estas señales, estas demandas, en proyectos orientados a introducir reformas amplias en la sociedad civil. De manera progresiva la izquierda acabó perdiendo, en la sociedad civil y en sus transformaciones, el primer referente de su propia elaboración estratégica. Y sus programas asumían, cada vez más, unos enunciados y unas premisas para demostrar, haciéndose cargo de los intereses preferentes de una cambiante  y heterogénea orientación social, que eran fuerza de gobierno y con capacidad de gobierno. Pero no una decidida, aunque realista y rigurosa, voluntad reformadora.

Ciertamente, no faltaron “los programas”, y no faltaron fragmentos de programa, cada vez más inspirados en la “gobernabilidad” de lo existente frente a la crisis fiscal del Estado y la dramática reducción de los espacios de la política redistributiva, ante la necesidad de defender (aunque fuera pagando el precio de alguna renuncia) algunas conquistas históricas del movimiento obrero (por ejemplo, el sistema de protección social o el sistema sanitario). O, sobre todo, la necesidad de redefinir las reglas del sistema político. Pero, progresivamente,  con el obscurecimiento de la perspectiva de transformación radical del cuadro social existente (que no era inmóvil como se suponía) y con la “pérdida de sentido” de la estrategia de la transición, que empezó mucho antes de la caída del Muro de Berlín, faltó la capacidad y la voluntad de arriesgar la propuesta de un nuevo proyecto de sociedad

Hablo, en este caso, de un proyecto de sociedad capaz de dar sentido, coherencia, valor y perspectiva a las medidas concretas, incluso las de carácter inmediato, que se proponían ante exigencias contingentes. De un proyecto de sociedad que, abierto a todas las modificaciones y transformaciones,  podría imponer la exigencia y las reglas de la democracia. De un proyecto de sociedad que sepa asumir e incorporar los nuevos, gigantescos vínculos que vienen de las transformaciones de las grandes sociedades industrializadas del fordismo y de la mundialización de los sistemas de comunicación, producción y distribución. Pero que, al mismo tiempo, sepa asumir los vínculos que vienen de la reconstrucción gradual de una solidaridad en la que participan los diversos segmentos del inmenso universo del trabajo subordinado. Hablo de un pacto de solidaridad entre los trabajadores que vuelva a construir el primer e ineludible punto de referencia y factor de identidad de una fuerza de izquierda, esto es, el perno de una estrategia de las más amplias agregaciones sociales. Hablo, en definitiva, de una capacidad de proyecto que produzca no solamente un mosaico de programas sectoriales o de propuestas particulares (técnicamente completas, pero neutras en sus implicaciones sociales) sino, sobre todo, nuevos valores y nuevas motivaciones de ideas para una acción política “desinteresada”. Hablo de una capacidad de proyecto que no oculte –por miopes preocupaciones tácticas--  hacia dónde se dirige su propia búsqueda.  

Solamente un proyecto de este aliento podrá basarse en las grandes cuestiones que se escapan de las estrechas preocupaciones de la gobernabilidad o de la “normalidad” de la convivencia entre los partidos. Por ejemplo, la reforma global del Estado de bienestar, fundada en los derechos universales de la persona; la eliminación de la tendencia a la privatización y corporativización de la gestión del Estado de bienestar, poniéndolo las condiciones para garantizar en todos los campos (en la protección social, en la asistencia y prevención sanitarias, pero ante todo en la enseñanza y en el gobierno del mercado de trabajo) una solidaridad transparente de toda la colectividad. Todo ello dirigido a remover las nuevas desigualdades y las nuevas exclusiones que se producen incesantemente por las mismas transformaciones de la sociedad civil. O con una nueva legislación de los derechos civiles y sociales que asuma entre sus objetivos fundamentales la promoción de un trabajo liberado de los cepos de la burocratización parasitaria y de la subordinación cultural y profesional que ha impuesto el taylorismo a los trabajadores asalariados.   

La “autonomía de lo político”  y la política sin referencias sociales que la funden han llevado insensiblemente a la izquierda a dividirse entre tensiones opuestas de una práctica política y de una “exhibición programática” instrumentalmente inspiradas, de un lado, a legitimar la autoconservación, en todas las contingencias, de un partido y una determinada área electoral; y, de otro lado, a una política y una elaboración programática orientada a justificar, ante todo, la entrada en el área de gobierno. Para unos, la entrada en el área de gobierno y, para otros, la conservación del “monopolio” de las áreas de protesta más radical y desresponsabilizada fueron la premisa fundadora de una política que, en ambos casos, debería –sólo en segundo lugar--  transformarse en proyecto responsable.  

Esta es la enfermedad que la izquierda en su conjunto ha heredado del ocaso de la ideología de la transición, de la crisis caótica de la economía y de las sociedades fordistas, del fracaso de las ideologías de la “revolución por arriba” que en la provincia italiana solamente intentaron ennoblecer los viejos axiomas democristianos: “se gobierna desde el centro” o  “el poder corrompe a quien no lo tiene”. Se trata de una enfermedad que puede tener funestas salidas si no se atacan con coraje sus causas y raíces culturales.

Alguien ha visto en esta progresiva separación entre la forma (el gobierno neocorporativo de los conflictos promovido desde la ocupación del Estado) y los contenidos de una política reformadora (un proyecto explícito de gobierno de las transformaciones que preceda y legitime la candidatura democrática al gobierno del país) una reedición en su versión “fin de siglo” del transformismo italiano (69). Seguramente, en la medida que tal separación en la política italiana tiende a acentuarse a partir de los años ochenta, refleja una crisis ya irreversible de la “estrategia de la transición”  y sus metas. Disolviéndose esta estrategia, la izquierda parece incapaz de fijar una meta, un proyecto en clave de reforma de la sociedad civil; y da la impresión de que no dispone de una vara de medir que le permita definir y justificar, privilegiar y contrastar incluso moralmente, las opciones políticas cotidianas, las alianzas, las los movimientos sociales que deben ser apoyados. Es decir, la identidad visible de una orientación reformadora.

Sin embargo, esta crisis se hace más profunda cuando decae también el otro presupuesto de la “estrategia de la transición”: la inmutabilidad substancial de las estructuras que soportan la sociedad civil; y, en primer lugar, los modelos de producción de mercancías y servicios, la organización de los poderes y saberes de los sistemas de empresa y todas las formas que asume la “racionalización” weberiana de los centros organizados por la actividad colectiva (desde la industria al Estado). Mientras tanto, tarda en afirmarse en la cultura de la izquierda la conciencia que el desarrollo “imparable” de las fuerzas productivas puede encontrarse con límites crecientes, y puede seguir –sobre todo hoy--  diferentes caminos que aquellos que se consideraban “científicamente” obligados y “neutrales”.

En suma, todo ello sucede bajo el impulso de potentes transformaciones de las tecnologías, en los contenidos del trabajo y en el cuadro de los mercados internacionales, la organización dominante de la producción y de los hombres, y los procesos de racionalización “científica” de los centros de actividad colectiva revelan sus propios límites y su concreta “irracionalidad” respecto a las nuevas potencialidades abiertas por las transformaciones tecnológicas y sociales; cuando se impone, en las sociedades modernas –con o sin la izquierda— la búsqueda de nuevos caminos; cuando mientras el antiguo objetivo se disuelve –al menos como certeza en el devenir histórico--  se resquebraja el “pavimento”, o sea, un cuadro estructural que se creía cualitativamente inmutable para un largo periodo y, por ello, tercamente descuidado en investigar sus premonitores cambios; y cuando se sitúa, aquí y ahora, la necesidad de fijar un proyecto para el presente que intente definir –sin certezas preconstituidas--  las grandes líneas del gobierno de las transformaciones, capaz de salvaguardar y ampliar las oportunidades que dispongan las personas de establecer una realización con el mundo de la producción y la organización de la vida colectiva. 

Si la izquierda no toma conciencia de la amplitud y la profundidad de la crisis de identidad en que se encuentra –que es anterior al colapso  definitivo de las experiencias del socialismo real (que desde décadas habían dejado de representar una perspectiva creíble), si no se libera de la cultura “fordista”, “desarrollista” y taylorista, de la que ha estado impregnada, y medirse con las fatigas de una política basada en la democracia y en un proyecto de sociedad –realimentándose con nuevas demandas que se desprenden del conflicto social--- estará inevitablemente condenada a sufrir una nueva revolución pasiva de proporciones más vastas y de una mayor duración que la analizada lúcidamente por Antonio Gramsci en los años veinte.  

Porque, hoy, el mundo moderno no está modelado en absoluto por un sistema de saberes y poderes hegemónicos y triunfadores en el campo de la producción como lo fueron el taylorismo y el fordismo cuando Gramsci escribía. Hoy el mundo moderno se haya confrontado, sin embargo, con una situación terriblemente abierta a muchas salidas muy diversas entre ellas. Y sin la izquierda no se compromete en favorecer y construir una salida, al final del “recorrido” se arriesga a quedar marginada, al menos en sus formas actuales y en sus grandes tradiciones. Ninguna “autonomía de lo político”, ninguna invocación del decisionismo schimittiano podrán substraerla de ese destino.

No obstante, para dar ese paso, la izquierda debe reconocer las raíces de su actual crisis cultural y política; debe tomar conciencia de la abrumadora hegemonía que el taylorismo, el fordismo, el racionalismo y el decisionismo carismático de la cultura weberiana  han ejercitado en la historia del siglo XX, y asumir conscientemente la desgracia.   


Notas

(68) Eric Hobsbawm. Op. Citada
(69) Giulio Bollati. L´italiano. Einaudi. Torino, 1983                        

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