viernes, 8 de junio de 2012

CAPÍTULO 7 (3) DEL "SALARIO POLÍTICO" A "LA AUTONOMÍA DE LO POLÍTICO"




Tercera parte


Partiendo de este clima político y cultural que coincide, a partir de la segunda mitad de los años setenta, con una creciente dificultad del sindicato (en el curso de las primeras crisis económicas de dimensiones mundiales derivadas de la situación del petróleo), empieza a tomar cuerpo una estrategia embrionaria de transformación de las condiciones de trabajo y del empleo. Es cuando los teóricos de la autonomía irreductible de la ruda classe pagana “per sé” (y del “salario político” como emblema de aquella autonomía) descubren la centralidad de otra vertiente  que, todavía durante un tiempo, sigan llamándola “lucha de clase”: la autonomía de lo político

Estas teorizaciones se presentan desde diversos enfoques, a veces por el mismo autor.  De hecho, según algunos, las luchas obreras orientadas a desestabilizar el cuadro distributivo empezaron a agotarse, incluso por la culpable contumacia de los partidos de  izquierdas (o mejor dicho, por el “partido” por excelencia). Según otra versión, tales luchas habrían encontrado ya en la función distributiva del Estado –y en esta “politiquería” del Estado— un límite insalvable. En ambas hipótesis, en todo caso, las luchas sociales debían plegar velas. Para algunos se tratará de iniciar “un largo y difícil proceso destinado a dejar al Capital sin su Estado” (40). Mientras que en formulaciones más a la brava (y quizá más coherentes) se trataba, sin embargo, de gestionar el Estado o modernizarlo a cuenta del gran capital a través de una alianza con ellos (41). Pero el aterrizaje era el mismo, y las diferencias originarias se disuelven. De hecho,  la convergencia es total en la asunción de un auténtico postulado “fordista”: “el nivel de la producción no es el nivel de la politiquería,  es más bien lo contrario; el significado político de la lucha obrera está en la distribución de la renta entre las diversas clases sociales (42).

Es ya una opción obligada para el “personal político” que reclamaba idealmente a la clase obrera que reconociese al Estado como la única dimensión de la política; como el lugar al que confiar al gran capital (la fuerza más dinámica) la modernización de la “cosa pública”, encargando  a la “clase obrera” (o a alguien través de ella) el objetivo de “guiar el proceso de adecuación de la máquina del Estado a la máquina productiva del capital” (43).

Ahora bien, para recorrer un camino similar es preciso verificar algunas condiciones con las que los teóricos de la “autonomía de lo político” echaron cuentas con muchas dificultades. La primera condición era que el gran capital estuviera dispuesto a aceptar dicha alianza y no obstaculizara  la entrada de los mandatarios de la mítica “clase obrera” en el puente de mando, de la que –hace unos veinte años— hablaban aunque con otros objetivos hombres como David Crossland y Pietro Nenni o Mario Tronti (por citar solamente al más crudo y más cándido entre los apologetas de la “autonomía de lo político”) que creían, tal vez un poco sumariamente, que existía dicha “predisposición”. Los hechos también la desmintieron (44). La segunda condición era que la “clase” pudiera expresarse a través de un instrumento profesionalmente preparado para gestionar la modernización capitalista del Estado con la idea de poderse emancipar de  la tutela y de la cultura de la misma clase obrera. En pocas palabras, el “partido de la clase obrera”. Mejor aún: como se sugirió por  algunos antiguos teóricos del “salario político” y de la “autonomía de lo social”, el partido único (sin pluralidad y sin “concurrencia”) de la izquierda (45).  También por estas razones, la “socialización de la política”, de la que hablaron algunos dirigentes comunistas como Pietro Ingrao en los años setenta, aparece a los neófitos de la “autonomía de los político” como un concepto para “almas bellas” (45*).  Pero también era una idea tan peligrosa como errónea que acabaría por nutrir  una pluralidad de expresiones políticas de la misma clase obrera. Por el mismo motivo, una expresión política de las luchas sociales que se realizaría también a través del sindicato se identificó con el extremismo “obrerista” a combatir (como descubrieron en unas Jornadas en 1977 los viejos exponentes de Quaderni rossi, Potere operaio y Contropiano).

Según estos nuevos apologetas del partido guía, está claro que “la relación entre el capital y su poder político continúa más allá del totalitarismo buscando y encontrando otras vías: la forma del partido de Estado, que no es un partido totalitario; es un partido estructurado mediante unos instrumentos democráticos a la captura de consensos, aunque todavía lleva adelante su tipo de lógica política que no se identifica, ni tampoco refleja el desarrollo interno del capital, manteniendo el discurso de de la relación entre capital y poder (46). Pero debe tratarse de un “partido de Estado” capaz de formar parte de la infame “clase política” de Gaetano Mosca. Es decir, una fuerza cooptada en el “puente de mando” para aprovecharse, hasta el fondo, del “arte de la política” y de las cosas específicas que son propias a la esfera autónoma del poder y de la política que representa el Estado. Expresando, así, culturalmente la escisión entre economía y política o, como supo hacer Stalin, “la violencia de lo político hacia lo económico” y “elevar lo político a potencia” (47). ¡Un objetivo arduo para un partido de izquierda que acepte las reglas de la democracia!

La tercera condición (que presenta no pocas dificultades) comporta la posibilidad de que “dicha emancipación por la clase obrera” no elimine la “marca de origen” de este nuevo “partido de Estado”. Es decir, su permanencia como la única expresión “legítima” de la clase, conservando, eso sí, su cooptación en la clase política dirigente. Sucede que esta ruda “razza pagana” sin ideales, sin fe, sin moral (48) tal vez negándose a sí misma en una especie de ascesis mística (no rara en el lenguaje idealista del “decisionismo” que volvió a poner de moda Carl Schmitt) confió al partido de Estado el encargo de “mediar en su nombre” entre los intereses que ella encarna y los del “capital, viejo y nuevo”. Este es el salto cualitativo que los teóricos de la “autonomía de lo político” remueven completamente en el plano conceptual, pero dándolo por hecho en la realidad. Incluso si la “clase obrera” mantiene en ese esquema una entidad abstracta, dada por conocida para siempre en sus concretas determinaciones históricas y en sus posibles transformaciones, por no hablar de sus específicas y diversas motivaciones económicas, culturales y políticas. Con esta operación ideológica se interrumpe totalmente toda interrelación entre los impulsos que provienen de los contenidos específicos del conflicto social y de las señales que atestiguan las transformaciones en curso en el seno de la clase trabajadora, en su composición social y cultural, en sus demandas (si se exceptúan las distraídas referencias en las estadísticas sobre la “pobreza”) y la determinación de los objetivos programáticos que debe asumir el nuevo “partido-Estado”.  

Más bien, esta interrelación se corta debileradamente cuando  el programa (si existe) está dictado, ante todo, por los imperativos que provienen de la necesaria legitimación del partido como parte de la clase política (a la que se la confunde  de buena gana  con “el interés general”) y de las alianzas políticas y sociales que constituyen la primera condición (49).  De ese modo, esta “gran política”, finalmente emancipada de los influjos que le podían venir de lo más vivo de la sociedad civil y de sus conflictos, liberada del empacho de volver a darle una salida y un futuro a las demandas específicas que maduran en la historia de los movimientos sociales, puede tener su propia razón de ser –una vez presunta la exigencia de un “mandato” de la “clase” y de una legitimación para “gobernar” incluso en su nombre--  solamente mediante la capacidad de mediar entre los intereses de la capa política que debería, en primer lugar, expresar y tutelar (siendo identificados mediante la abstracción Estado con el interés general) y los intereses de los actores de la sociedad civil, frecuentemente en conflicto entre ellos.  Como puede verse es una “gran política” sin valores y principios fundantes. Que vive ya solamente  bajo lógicas de pertenencia y supervivencia.  O bajo los  presupuestos metafísicos de la “diversidad”.               


De esta manera se abre otra etapa en la singular aventura intelectual de un área de la izquierda radical italiana. Una etapa en cuyo recorrido estos veteranos del “salario político”  tratando de bajar –de lo alto del partido-Estado— a las situaciones, cada vez más complejas, del conflicto social buscando la oportunidad de encontrar (¡finalmente!) unos interlocutores menos reticentes en el campo de la izquierda oficial y en el sindicato. Es la etapa del “intercambio político” y del neocorporativismo (50). 

No es este el momento y el lugar de hacer un análisis crítico puntual de la regresión cultural y política que las crudas proclamas de la “autonomía de lo político” expresaron cuando se pusieron en marcha para exorcizar la derrota, incluso intelectual, del extremismo romántico de quienes se proclamaron obreristas y pretendieron interpretar las voluntades reales de la “clase per sé”.  Mucho se ha escrito al respecto y alguna que otra vez de modo pertinente (51). Nos interesa más seguir las huellas del análisis gramsciano de la sociedad civil y de la “guerra de posiciones” para conquistar las “casamatas” de la sociedad civil como alternativa al asalto y ocupación del Estado. De hecho, es en la sociedad civil donde Gramsci, como observa agudamente Norberto Bobbio, sitúa su polémica contra “la consideración exclusiva del plano estructural que conduce a la clase obrera a una lucha estéril y sin resultados (economicismo)” y contra “la consideración exclusiva del momento negativo del plano superestructural que conduce, también ella, a una conquista efímera, sin resultados (estatolatría, partitolatría)” y a “la falsa superación de las condiciones materiales que operan en la estructura, mediante el puro dominio sin consenso” (52).

Al día de hoy es incluso superfluo detectar cómo la substitución de las reflexiones de Gramsci con el descubrimiento de Hobbes y Schmitt (53) no eche cuentas, de un lado, con la clase obrera real --no ya reducible a “clase obrera”--  cada vez más articulada  en sus condiciones de vida y libertad, en sus demandas e identidades, y, de otro lado, tampoco con un Estado moderno que no reconoce las “clases” sino “grupos de interés”, que para “gobernar” se orienta a reducir a intereses “cuantificables” la multiplicidad de demandas, cualitativamente diversas entre ellas, que condición su modo de operar. Un Estado que no sólo no supera las corporaciones sino que tiende a crearlas y promoverlas para simplificar su propia mediación. 

En los tiempos en que vivimos se puede, a lo sumo, entender y “catalogar” la ideología “de la autonomía de lo político” más allá de su verbosidad metafísica y su carga autoritaria, si hubiera calado en el terreno de la lucha de “los grupos políticos”, entre burócratas profesionalizados y políticos profesionales, por el control y el reparto de la máquina del Estado. Si hubiera sido asumida, en suma, como uno de los momentos “provincianos” de la historia separada de los intelectuales italianos, en tanto que capa. Como una de tantas variantes de provinciales de la ideología tecnocrática.            

Sin embargo, lo que nos interesa subrayar es, una vez más, su promiscuidad con una cierta involución de la cultura política de la izquierda italiana de finales de los setenta, incluso en el momento en que se dibuja, tanto en Europa como en los Estados Unidos, la contraofensiva triunfadora de la derecha neoliberal y autoritaria.

No me refiero sólo a los límites del proyecto, aun así inspirado en la salvaguarda de una perspectiva democrática, la del “compromiso histórico”, sin que, al mismo tiempo, emergiese desde las filas de la izquierda un proyecto reformador orgánico que diese razones y sentido a un nuevo compromiso social, más allá de las genéricas referencias a una modernización del Estado y a una redimensión de las rentas parasitarias. Como si estas últimas correspondiesen a una capa social distinta y contrapuesta al de los empresarios. Me refiero también a los generosos intentos que ha llevado a cabo  la izquierda italiana  de tomar en consideración la remoción de los vínculos que condicionaban la realización de una política de reformas y ampliación de los derechos sociales. Tales como  la de contener la inflación; racionalizar el gasto público; redistribuir la carga fiscal con criterios de eficiencia y equidad; hacer frente a los contragolpes de las dos crisis petrolíferas, que tuvieron una incidencia particularmente relevante en una economía sobreexpuesta en el plano internacional como lo es la italiana. Se trataba, sin duda alguna, de preocupaciones válidas y de intentos serios de poner las premisas de una propuesta de gobierno, saliendo de una lógica de oposición prejuiciada ante cualquier tipo de medidas económicas gubernativas y de enroque defensivo frente a las transformaciones del capitalismo. La política de austeridad, basada en criterios de equidad y rigor –sostenida con poco éxito por Enrico Berlinguer-- y la misma orientación sindical, definida en la Conferencia del EUR de contención de la inflación y el déficit público, de moderación salarial y salvaguarda de las perspectivas de crecimiento del empleo tuvieron esta impronta.

Sin embargo, su limitación, ciertamente no accidental, consistió en el hecho de que las propuestas y las disponibilidades podían constituir solamente la premisa y el presupuesto de un proyecto reformador y de una lucha social y política orientada a conseguirlo. Ahora bien, dicho proyecto fue sólo un esbozo. Fue un bosquejo casi justificativo del objetivo principal que representaba el acceso al gobierno del país. Mientras que en el plano de las luchas sociales de masas que habrían debido “tener en cuenta” (en el terreno del empleo, de la mejora de las condiciones de vida, de la reforma y la ampliación de las tutelas del Estado de bienestar) los sacrificios que los trabajadores ocupados tuvieron que soportar para permitir la realización de este proyecto, los sindicatos fueron impotentes o reticentes. Se dio, así,  motivos a la reserva de quienes temían que el objetivo principal de la propuesta sindical no fuese tanto una modificación substancial (aunque gradual y realista) de la política económica del gobierno sino la legitimación del sindicato como interlocutor privilegiado ante el gobierno (54).

De hecho, en aquellos años se inicia en la cultura de la izquierda, la disociación entre una política que se autojustifica como medio para el acceso al gobierno del país (como condición prejuiciada para la formación de un eventual programa reformador) y un movimiento social, frecuentemente confuso y desarticulado, pero ya privado de un interlocutor político atento a los contenidos específicos de sus demandas y capaz de reconstruir un nuevo compromiso sobre la base de objetivos unificadores, en primer lugar entre los trabajadores subordinados.

El Piano del Lavoro fue también un intento de Giuseppe Di Vittorio de tener en cuenta los vínculos y compatibilidades a respetar en una economía fuertemente inflacionista y con un desempleo de masas como aquella de los años cincuenta. Pero, a pesar de su carácter, todavía aproximativo y de su programa de reformas, su fuerza movilizadora y su posibilidad de incidir concretamente en la realidad social y política del país dependió en gran medida de la capacidad  de la CGIL el darle cuerpo y alma  no sólo a la disponibilidad real de los trabajadores al sacrificio temporal de algunas  reivindicaciones salariales, sino también a su voluntad de cambio: a la lucha por el empleo, a la lucha por una política industrial diferente, a la lucha por la reforma agraria, a la lucha por cambiar las condiciones de trabajo y conquistar nuevos derechos sindicales y contractuales.      

Notas

(40) A. Asor Rosa en Partito e sindacato…
(41) Mario Tronti. Sull´autonomia del politico. Feltrinelli, Milano, 1977
(42) Ibidem.
(43) Ibidem.
(44) Ibidem.
(45) Ibidem.
(45*) Nota del traductor. Se trata de una alusión a lo que se dio en llamar “l´anima bella Della sinistra”: una transversalidad de sindicalistas de distintas organizaciones y militancias política que intentó renovar la vida sindical y  política italiana. Ver Fabrizio Loreto   L´anima bella” del sindacato. Storia della sinistra sindacale (1960 – 1980). Ediesse, 2005 (JLLB)  Aquí el autor le da a “almas bellas” una connotación de ilusos.  
(46) Ibidem.  
(47) Ibidem.
(48) Mario Tronti en Estremismo e riformismo. Contropiano, 1 de febrero de 1968.
(49) Mario Tronti. L’ autonomía del politico.
(50) Mario Tronti. Politica e potere. Critica marxista, 3 de 1978.
(51) Quaderni piacentini 66 – 67 (1978)
(52) Norberto Bobbio. Gramsci e la società civile, Feltrinelli 1976.
(53) Mario Tronti. Hobbes e Cronwell, in Stato e rivoluzione in Inghilterra. Il Saggiatore, Milano 1977.
(54) Mario Tronti. Il tempo della politica. L´organizzazione del movimento operaio alla prova della crisi capitalista, Editore Riuniti, 1980.

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